Antes de los dieciocho años, la estrella del Santos lideró a la selección que triunfaría en el Mundial de 1958 para sacudirse el complejo de inferioridad que transformó a Brasil en un autorretrato melancólico, un gigante sin tiempo y obsequioso con las potencias mundiales. Este equipo creó el “complejo de chucho”, como llamó el dramaturgo Nelson Rodrigues a esta tendencia nacional casi irresistible de adorar a lo extranjero.
Como hijo de su tiempo y clase en un país brutalmente racista y desigual, su biografía no cuadra con las luchas de la población. Tampoco se caracteriza por una conciencia política más clara y comprometida. Sin embargo, el impacto de su arte en la psicología social va mucho más allá de las fronteras personales, que no pudo o no quiso traspasar.
Fue Pelé en particular quien demostró a los brasileños más jodidos y marginados que ellos también tienen derecho a ser felices. Un sentimiento que contagió por todo el mundo a través de los partidos y torneos que disputó en decenas de países de África, Asia y América Latina además de Europa.
Se convirtió en un soberano negro ante el que todos se inclinaban en un mundo de monarcas y colonizadores blancos. Impredecible lo que esto pudo haber significado para millones y millones de jóvenes atrapados en el racismo, aunque el ejemplo no fuera acompañado de un discurso politizado.
Lo cierto es que el rey del fútbol ocupa en el deporte un lugar similar al de Dante y Cervantes en la literatura, o Shakespeare en el teatro, o Da Vinci en las artes, o Einstein en la ciencia. Su legado trasciende habilidades y logros y los protege del tiempo y del progreso porque representa un quiebre estructural, un parteaguas, la existencia de un antes y un después.
Cualquiera que alcance este nivel de tecnología se volverá eterno.
Edson Arantes do Nascimento murió el 29 de diciembre de 2022. Pero Pelé es inmortal.
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