Como símbolo de desigualdad, abuso de poder, expectativas rotas y otros problemas que aquejan al mundo occidental, la Gran Torre de Santiago, el edificio más alto de América Latina, funciona bien. La construcción, un monumento a la autoestima no solo del segundo hombre más rico de Chile sino de todo un país, comenzó en 2006 sin los debidos permisos, y luego de la crisis económica de 2008, el trabajo se paralizó durante años, dejando a 5.000 trabajadores sin empleo. Fue terminado a fines de 2012 y desde entonces los 60 pisos del gran tótem de vidrio, que es mucho más visible que los Andes desde las llanas avenidas de la capital, han permanecido vacíos.
Para los chilenos, al menos para la clase media y superior, la torre ilustra el vacío que ha reemplazado sus sueños de una modernidad próspera. Durante años abrigaron la idea de que eran moralmente superiores al resto de los latinoamericanos. Les gustaba llamarse “los ingleses del continente” y hacían comparaciones para resaltar su lado positivo frente a sus caóticos vecinos argentinos. Se jactaban del “milagro chileno”, el espectacular crecimiento económico desde la caída de Augusto Pinochet en 1990.
Hoy, la Gran Torre simboliza un reproche al exceso de esperanza y vanidad. Hay decepción, desconfianza en el sistema político, indignación con los ricos. La sensación que tienes cuando hablas con académicos, periodistas y varios analistas en Santiago es la misma que cuando hablas con gente en Europa: ilusiones perdidas. “Esperábamos más”, repiten.
Esperaban mucho más cuando Michelle Bachelet, una izquierdista cuyo padre fue asesinado por la dictadura de Pinochet, se postuló a la presidencia por segunda vez el año pasado después de casi cuatro años de exilio voluntario en las Naciones Unidas en Nueva York. La crisis de 2008, cuando el gobierno estaba en manos de la derecha, había expuesto la dura realidad de que había una diferencia engañosa entre el ingreso global de la economía y el ingreso per cápita: alrededor del 1% de la población poseía el 30% de la riqueza nacional. El descontento se expresó en un estallido de manifestaciones estudiantiles parecidas a las de los indignados españoles. Con el resurgimiento de la popular Bachelet, las protestas amainaron y se calmaron con el surgimiento de Podemos en España.
Hay desconfianza en el poder político y en las grandes empresas del país.
“Bachelet volvió limpia. Fue la gran madre, la salvadora del país”, recuerda Alberto Mayol, joven sociólogo y reconocido analista político chileno. “Así permaneció durante toda la campaña electoral, como símbolo de la cruzada mortal, pero sin decir nada concreto sobre el futuro programa de gobierno”.
Pero se han hecho promesas, particularmente para abordar el abuso de poder y la desigualdad. En el primer caso, sufrió un golpe casi mortal a su credibilidad con la noticia -cuando ya era presidente- de que su hijo Sebastián Dávalos estaba siendo investigado por la justicia por presuntamente utilizar su influencia política para enriquecerse alterando el plan maestro de tierras que él y su esposa habían adquirido. El escándalo coincidió con una serie de acusaciones relacionadas con empresarios de derecha que financian partidos de todo tipo. El resultado, según personas que la conocen, es que Bachelet está más angustiada anímicamente que la gente que la votó.
En cuanto a la lucha contra la desigualdad, “la máquina” de la economía, en palabras de Mayol, sigue en manos de los mayores, y el gobierno de Bachelet, como tantos otros en el continente y en Europa, no ha sabido dar una respuesta viable al malestar social que está generando.
La crisis demostró que el 1% de la población posee el 30% de la riqueza
“El pueblo”, dijo Ramiro Mendoza, quien se jubiló recientemente después de años como Contralor de la República, “está enojado con el poder político y también con las grandes empresas”. Mendoza, quien hace unas semanas causó revuelo al declarar que la corrupción “llegó a Chile”, cree que el problema económico es estructural y de difícil solución. “Es una trampa para las economías emergentes que emergen rápidamente del subdesarrollo, como fue el caso de Chile, pero luego descubren que carecen de la arquitectura de gobernanza”.
Al igual que en Brasil, donde el problema es mucho mayor, muchas personas que antes eran pobres de repente lograron comprar refrigeradores y televisores por primera vez, y vieron con gran satisfacción que sus hijos iban a la universidad. Pero poco después, descubrieron que el transporte público, la salud pública y la seguridad pública no estaban a la altura; que un título universitario no es garantía de que los niños obtengan mejores trabajos que sus padres. El descontento general hoy se debe a expectativas defraudadas, fenómeno que, según Mendonza, también se debe a la corrupción.
“Los requisitos son más altos que en el resto de América Latina”, dice un experto
Al igual que otros personajes conocidos en Santiago, Mendoza cree que Chile sigue siendo diferente al resto del continente, a pesar del daño que las recientes revelaciones han hecho al ego nacional. Todavía hay un orden institucional. Como algunos dicen, no tiene nada que ver con el espíritu de “cualquiera puede salvar” de los países vecinos. A diferencia de Argentina, en Chile se fundó un Estado fuerte a mediados del siglo XIX. El soborno, el soborno de funcionarios públicos, es prácticamente inexistente en Chile. Nadie piensa en sobornar a un policía; Quien compra chocolate en el quiosco recibe inevitablemente un recibo de compra por parte del vendedor, del cual guarda una copia para luego liquidar sus facturas con Hacienda. En cuanto a la Gran Torre, pudo haber abusos cuando comenzó la construcción, pero hoy el acceso al edificio está cerrado por falta de permisos gubernamentales, problema que en otros países latinoamericanos se podría haber solucionado con un soborno al oficial de turno.
“Las instituciones están funcionando, los fiscales están haciendo investigaciones independientes, los ricos ya están siendo arrestados”, observa Patricio Navia, profesor chileno de estudios latinoamericanos en la Universidad de Nueva York. “Los reclamos chilenos son mayores que los del resto de América Latina”.
“El presidente se ha convertido en Hamlet”, dice un sociólogo
Los chilenos también esperaban más en términos de desarrollo económico. Se dan cuenta de que el presidente en el que habían puesto tantas esperanzas no tiene respuestas a la crisis de legitimidad de su gobierno. “Se ha convertido en una aldea permanente”, dice Mayol. La derecha tampoco sabe qué camino tomar para recuperar el prestigio perdido. En Chile, como en muchos otros países, hay indecisión; Nadie tiene la poción mágica. Vivimos en una época en la que somos más conscientes que las generaciones anteriores y los vendedores de la esperanza, cuando llegan al poder, se encuentran ante el drama de Hamlet y descubren que viven en una torre de cristal.
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